Estos días he estado de vuelta en Fráncfort por motivos profesionales, en una incursión que ha durado apenas dos días pero que ha estado llena de incidentes. Aterricé en Fráncfort el jueves por la tarde, con retraso pero menor de lo previsto ante la huelga de celo de los controladores de Aena (bravo por la lucha sindical de estos obreros, que no tienen ni la valentía de declararse en huelga con tal de seguir cobrando). Una vez deshecha la maleta me fui al mercadillo de Navidad, a comprar algunos regalos y a comprobar si el amor de los alemanes por el Glühwein (un vino caliente con canela totalmente horroroso) seguía intacto: confirmado, sigue intacto.
A las ocho de la tarde y después de haber comido un bocadillo en Barajas a las doce del mediodía, mi estómago se plantó y me metí a un restaurante americano "de carnaza" a cenar algo. Como siempre pasa en estos casos y cumpliendo a rajatabla la ley de Murphy correspondiente, nada más ponerme el plato en la mesa, me llama una amiga para quedar a cenar... De todos modos, tenía tiempo, así que me acabé mi cena, y, como iba algo apurado de tiempo y no conocía muy bien la zona donde habíamos quedado, decidí coger un taxi.
Y al llegar a un cruce, el taxi casi se choca con otro coche, a cuyo conductor el taxista (totalmente alemán, aquí no se pueden hacer comentarios racistas hacia los taxistas turcos o griegos de Fráncfort) definió con la expresión "Du, Arschloch" (no, no voy a traducirla) y ahí se lió todo. Bajó el otro conductor del coche y, junto al taxista, se pusieron a chillarse e insultarse con ambas caras a un centímetro una de la otra. El otro conductor invitó al taxista a bajarse del coche a pegarse, pero, visto que no tenía la respuesta deseada, se volvió a subir a su coche. Una vez en el coche de nuevo, el taxista le dedicó unos gestos refiriéndose a lo que le gusta que le hagan sexo oral y, por fin, ambos coches continuaron su camino. Verdaderamente, fue una experiencia asquerosa y me tendría que haber bajado del taxi inmediatemente, pero, en esos momentos, no conseguía encontrar las palabras adecuadas, de verdad. Eso sí, llegué (tarde) al sitio acordado de la cena y luego, en vez de coger otro taxi de vuelta al hotel, volví andando.
Al día siguiente, tenía tiempo por la mañana y me fui al Starbucks que hay en Börseplatz a leer unos papeles de trabajo tranquilamente. Pero, cuando levanto la vista de los papeles, me encuentro con que unos ecologistas han forrado de plástico al oso que hay en la plaza y están posando para numerosos medios de comunicación. Me llamó la atención, por encima de todo, ver que no había apenas ecologistas: eran apenas 5 contra más de 20 fotógrafos y periodistas.
El viernes no tuvo mucha más historia, más allá del obligado codillo en Wagner's y su posterior digestión pesada y dificultosa.
El sábado fui al centro a hacer algunas compras y casi me atropella un BMW en un cruce. Fue la típica situación en la que el conductor acelera para pasar el semáforo en ámbar y no se da cuenta de que puede haber gente cruzando la calle en ese momento. Por fortuna, la sangre no llegó al río. En el mercadillo de los sábados de Sachsenhausen, junto a lavadoras, bicicletas de dudoso origen, teléfonos móviles de hace diez años, zapatos de segunda mano, etc, me compré un informe sobre Fráncfort publicado en el New York Times en 1966, hace 43 años.
Posteriormente, comí la futura cónsul en Fráncfort (je, je, je), y me dirigí al aeropuerto, en tren y poniendo mil ojos en los cruces, por lo que pudiera pasar.
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