Y la cosa no empezó muy bien, pues el vuelo de ida desde Fráncfort acumuló un retraso de 20 minutos, al que hubo que añadir un tiempo precioso esperando un taxi en el aeropuerto (unos 45 minutos). Me resulta difícil creer que a las seis de la tarde no hubiera prácticamente taxis disponibles en el aeropuerto Charles de Gaulle, pero a veces la vida nos da este tipo de sorpresas. Como nuestra dicha no podía ser completa con subir a un taxi después de casi una hora de espera, el trayecto en taxi al hotel fue más largo de lo previsto por una serie de atascos que nos fuimos comiendo sucesivamente, a pesar de que el taxista conducía a 130 km/h en zonas donde se especificaba claramente que el límite era 90 km/h.
Menos mal que la cosa empezó a mejorar una vez instalados en el hotel (Meliá Alexander Boutique). Ya de noche fuimos a cenar a un restaurante coqueto en la Plaza de Víctor Hugo, aunque eso sí, a diez euros la cerveza. Luego, para rebajar la cena, fuimos dando un paseo hasta Trocadéro, desde donde hay una vista inmejorable de la Torre Eiffel, pasando a continuación por el Arco del Triunfo. Amén del monumento en sí, me maravilla la organización del tráfico en torno a él, pues parece una jungla donde confluyen nueve avenidas sin ningún semáforo pero sin embargo parece funcionar...

En el trayecto de vuelta al aeropuerto, hemos sufrido otra vez una sucesión de retenciones. Una vez allí, otra vez ha habido que encontrar nuestro sitio en la extraña (por no decir cosas peores) estructura de la terminal 1. Seguramente sea un concepto arquitectónico nuevo e innovador y medioambiental y lo que sea, pero yo, humildemente, no acabo de entender esta terminal.
En fin, pues estas han sido mis 24 horas parisinas. Espero poder escribir algo más la próxima vez que esté en París, previsiblemente en noviembre con mis padres.
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