Cada vez que me doy una vuelta por el centro de Madrid me quedan menos dudas acerca de quién controla verdaderamente la actividad de la ciudad. No es, ni muchísimo menos, su alcalde, sino las grandes empresas constructoras. Fueron ellas quien se inventaron la necesidad de enterrar la M-30 (¿de verdad alguien creía que enterrando la carretera desaparecerían los atascos?), algo que les mantuvo ocupadas durante varios años, y son ellas quienes mantienen vivo el sueño olímpico a base de construir "Cajas Mágicas", "Estadios Olímpicos" y similares. La premisa principal es que sus máquinas no permanezcan ociosas.
Hace uno o dos años, se inaguró con gran expectación el intercambiador subterráneo de Plaza de Castilla, tras una obra de varios años y con un presupuesto realmente elevado. Ahora mismo, están levantando toda la Plaza de Castilla para volver a situar las dársenas de los autobuses en la superficie, esto es, volviendo a la situación de partida. Y además están añadiendo un obelisco de dudoso gusto, para redondear la obra. Dejando aparte las molestias que causan a los habitantes de la ciudad, que no parecen importar mucho, este no es sino un ejemplo del despropósito constante de tanta obra. Uno pierde la cuenta de las veces que han reformado las aceras de la calle Serrano, son prácticamente una cada dos años; ¿de verdad es necesario levantar estas aceras cada dos años? ¿Y no hay en todo Madrid otro uso mejor para los fondos destinados del Plan E?
Al comparar esta situación de obra perpetua sin rumbo con la situación de otras capitales europeas, que parecen estar terminadas desde hace tiempo, uno no puede evitar sentir cierto complejo de inferioridad, porque la capital de su país está aún sin terminar, mientras que los demás países han acabado su capital hace ya bastante tiempo. Junto a este complejo aparece una creciente indignación por el control en la sombra que ejercen las grandes constructoras sobre la figura del alcalde de Madrid, que no es más que un graciosete títere repetidor de sus deseos. Al final, al menos en mi caso, la indignación y la vergüenza acaban imponiéndose.
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