Ya está aquí, como todos los años la Navidad. Horror, siempre pienso en refugiarme en un país no católico en estas fechas, pero nunca llevo a cabo mis planes. Pero esto tampoco quiere decir que sucumba ante el aluvión de consumismo y alegría de catequista con que me bombardean de día y de noche. Trato de permanecer neutro, si bien, interiormente, estoy intentando con todas mis fuerzas acelerar el paso del tiempo (mediante complicados procedimientos físicos) para situarme lo antes posible en la noche del 5 de enero.
No dudo del sentido religioso que alguna vez tuvo la Navidad, pero de lo que no puedo estar orgulloso como ser humano es de la falsa solidaridad que impregna toda la Navidad. ¿Por qué he de llevarme especialmente bien con el prójimo estos días y desearle tantas buenaventuras? Yo prefiero mantenerme en el justo medio, que ya decía Aristóteles que ahí reside la virtud, ni le beso ahora en Navidad ni le escupo el resto del año.
Y esto sin entrar en las compras de Navidad, que la televisión parece imponernos por Decreto-Ley. Se ha asesinado todo el sentido que tenía hacer un regalo, que no era más que acordarse de una persona querida y tener un pequeño detalle con él. Hoy en día, hay que poner una PlayStation encima de la mesa para empezar a hablar. Todos tenemos que gastar más (a menudo, un dinero del que no disponemos). Como sea, pero preferiblemente que sea pagando el marisco y ciertos alimentos a precio de barril de petróleo. ¿Qué más dará cenar langostinos en noviembre o en diciembre? Y si te quedas fuera de esta marea consumista, corres el riesgo de ser llamado "ser asocial" o aún peor, "aguafiestas".
Me queda el consuelo, aunque no sea más que eso, de saber que no estoy solo en esta lucha, que hay más personas en mi situación, algunas de las cuales realmente admiro. Pues nada, a agachar la cabeza y a ver si esta vez también puedo pasar la Navidad sin cantar un villancico.
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