Hace unos días se condenó en Argentina a un sacerdote de complicado nombre alemán a cadena perpetua por su participación activa en varios actos de tortura y asesinato. Esta noticia me ha hecho pensar sobre las convicciones religiosas de esta persona y, por extensión, de todos aquellos sacerdotes que se han visto envueltos en situaciones similares.
No me refiero a la actitud pasiva de la Iglesia ante algunos abusos políticos flagrantes (con el nazismo en primer lugar de esta lista negra), sino a que los propios sacerdotes ejecutan las órdenes que reciben, dejando de lado lo que sermonean a diario desde sus púlpitos. Algo semejante a lo del sacerdote argentino sucedió en España durante la Guerra Civil, donde los abusos fueron sistemáticos por ambos bandos, pero donde nuestra Conferencia Episcopal únicamente parece querer ver los de un bando; ¿por qué? ¿Acaso eran mejores unos que otros a los ojos de Dios?
No tengo especialmente ningún sentimiento contrario a la religión, sino que, más bien al contrario, respeto infinitamente las creencias de cada uno. Sin embargo, actitudes como esta me hacen pensar en la coherencia interna de los ministros de Dios en la Tierra, al tiempo que me enseñan la cara más impía del ser humano.
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